El daño ocasionado a árabes y musulmanes en la guerra contra el terrorismo fue y es inconmensurable. Sin embargo, Occidente no parece tenerlo en cuenta.
11/09/201, por Pedro Luque
Fuente: www.lavoz.com.arCuando la bomba explotó en la capital de la fría Noruega nadie dudó: todos apuntaron a los grupos extremistas musulmanes. El atentado tenía la firma de Al Qaeda, afirmaron los especialistas. Pero poco después llegaron los ecos de los disparos en la isla de Utoya y se supo la verdad: el atacante era un joven noruego, ultracatólico e islamófobo.
Mientras los noruegos no se explican aún cómo el odio de un hombre pudo matar a 72 personas en un día de furia, los árabes y musulmanes se preguntan cómo se llegó al punto de que todo acto terrorista, ocurra donde ocurra, sea atribuido casi de manera automática a esa comunidad.
¿La islamofobia palpable en Estados Unidos y en demasiados países de Europa sería tan acentuada de no haber existido el 11-S? Una década después de aquel fatídico martes de septiembre de 2001, todo indica que esos atentados alimentaron una visión simplificada del islam, que tiende a asociarlo sin más con el fundamentalismo y las organizaciones terroristas.
Los ataques en Nueva York y Washington marcaron un antes y un después para el extenso mundo musulmán, aunque las reacciones y las consecuencias más terribles se viven en Irak y Afganistán, desde donde día a día llegan las dispares cifras de soldados, extremistas, supuestos extremistas y civiles muertos en las ofensivas de Estados Unidos y sus aliados.
Números que no dan. Irak fue invadido a principios de 2003 por unas supuestas armas de destrucción masiva nunca encontradas. Las estimaciones sobre la cantidad de víctimas que se han producido desde entonces son tan diversas que dan lugar a un debate en sí mismo. Las cifras más citadas, tal vez por ser las menos escandalosas, son las de Iraq Body Count (IBC), una organización que suma los datos que aparecen en la prensa iraquí en lengua inglesa. Según IBC, los civiles muertos por esta guerra serían entre 102.416 y 111.937, a los que habría que sumarles unos 15 mil que aparecieron en documentos revelados por WikiLeaks.
Para muchos, estas estimaciones se quedan cortas. ¿Cómo se explica, si no, que haya 744 mil viudas iraquíes, según los registros del gobierno de Bagdad?
Un equipo de la Bloomberg School of Public Health de la Universidad Johns Hopkins utilizó una técnica epidemiológica y publicó que, entre marzo de 2003 y julio de 2006, hubo en Irak 654.965 “muertes de más”, es decir, víctimas que no habrían ocurrido de no ser por la guerra.
Por su parte, la organización Just Foreign Policy estima que 1.455.590 iraquíes murieron desde la invasión. Estos números son respaldados por la agencia británica Opinion Research Business (ORB), según la cual fallecieron 1.033.000 iraquíes entre marzo de 2003 y agosto de 2007.
La guerra de Afganistán había comenzado antes, el 7 de octubre de 2001, como consecuencia directa de los ataques del 11-S, pero las cifras de civiles muertos son aun más difusas y fragmentadas que las que llegan desde Irak.
Los últimos datos que dio Naciones Unidas indican que el conflicto afgano está causando más muertos y heridos que nunca. La ONU contabilizó 1.462 fallecimientos de civiles en la primera mitad de 2011, aunque aclaró que el 80 por ciento se debería a acciones de insurgentes y el 14 por ciento sería atribuible a las fuerzas afganas e internacionales.
En cambio, cuando de marines norteamericanos se trata, los números son precisos. En esta década de guerra, 6.200 estadounidenses perdieron la vida en alguno de los dos frentes. Acuciado por estos números rojos, a los que se suman las cifras rojas de las finanzas estadounidenses, el presidente Barack Obama llamó la semana pasada a cerrar el último frente de guerra para centrarse en la reconstrucción del país.
En Afganistán quedan 96 mil soldados, después de un rearme ordenado por Obama en 2009. Antes de fin de año, 10 mil regresarán a sus bases en Estados Unidos y otros 20 mil lo harán en 2012. En Irak, quedan 50 mil tropas en tareas de entrenamiento de las fuerzas nacionales, pero se replegarán también antes de fin de año.
Un nuevo frente. Los últimos incidentes en la lucha contra Al Qaeda indican que la base de operaciones de la red terrorista no está en Afganistán, sino en el vecino Pakistán. Allí fue aniquilado Osama bin Laden en mayo. Allí también, en un ataque con un misil teledirigido, murió hace unas semanas el nuevo número dos de la organización.
Pakistán, única potencia nuclear musulmana, paga caro su alianza con Washington desde 2001. Los extremistas se hacen fuertes: en esta década, Islamabad contabilizó más de 35 mil muertos, entre ellos tres mil soldados.
Estas cifras son imposibles de verificar pero, según un recuento de la agencia AFP, cerca de 4.600 paquistaníes murieron en unos 500 atentados, la mayoría suicidas, desde que Bin Laden decretó la guerra santa contra Pakistán, en 2007.
Sin embargo, las consecuencias del 11-S no se limitan a estos países que sufren acciones armadas directas. Las repercusiones de los atentados son complejas y entramadas, y muchas veces incomprensibles para el mundo occidental.
Así, los ecos de aquel 11 de septiembre podrían alcanzar la Primavera Árabe que sacude al norte de África y la Península Arábiga. El razonamiento es simple: Washington amparó las autocracias de la región que prometieron ayuda en la guerra contra el radicalismo islámico; esos gobiernos utilizaron el respaldo estadounidense para acentuar durante este decenio la censura y la represión; estas nuevas condiciones se sumaron a la crisis económica global, al encarecimiento de los alimentos y a las demás causas que encendieron la mecha del mundo islámico.
Según esta línea de pensamiento, no es de extrañar que gobiernos aliados a Estados Unidos, como los de Bahrein y Yemen, permanezcan en el poder a pesar de las continuas protestas.
Revelaciones. Después del 11-S, el mundo le declaró la guerra al terrorismo y la mayoría de los países aprobó o ajustó leyes antiterroristas a instancias de Estados Unidos y la ONU. A lo largo de estos 10 años, la agencia AP sostiene que al menos 35 mil personas fueron condenadas y unas 120 mil personas fueron detenidas por terrorismo, algunos por poner bombas en hoteles, otros por blandir un cartel en alguna protesta. La mayoría de ellos son musulmanes.
El ex presidente George W. Bush admitió la existencia de las prisiones secretas en 2006, y el director de la CIA en 2009, Leon Panetta, aseguró que ya no se usaban más. Pero en estos días se confirmó la existencia de un puente aéreo secreto que transportó a sospechosos de terrorismo.
Al respecto, el director en la Unión Europea para el respeto a los derechos humanos criticó la semana pasada las acciones de los gobiernos europeos en el combate contra el terrorismo. “Permitieron, protegieron y participaron en las operaciones de la CIA que violaron conceptos fundamentales de nuestro sistema de justicia y la protección de los derechos humanos”, manifestó Thomas Hammarberg en una dura e inusual acusación.
Musulmanes en casa. Para los 2,75 millones de musulmanes que habitan en Estados Unidos, la vida no es fácil tras el 11-S. Según una encuesta del Pew Research Center, el 52 por ciento de esta comunidad cree que es señalada por el gobierno como un grupo al que conviene vigilar. El 43 por ciento declaró haber sido hostigado por la policía en el último año.
Para corroborar esta sensación de persecución, hace unos días se revelaron documentos según los cuales, en los meses posteriores a los atentados de septiembre de 2001, la policía de Nueva York y un oficial veterano de la CIA trazaron un mapa de las comunidades étnicas de la región y despacharon equipos de agentes encubiertos para comprobar dónde compraban, comían y rezaban los musulmanes. El programa fue conocido como la Unidad de Demografía y, aunque la policía niega su existencia, recibe reportes diarios sobre los barrios islamistas.
No extraña que, 10 años después, una gran parte de los musulmanes, vivan donde vivan, piense que los ataques del 11-S fueron una conspiración de Estados Unidos para justificar, entre otras cosas, la invasión a Irak.
Mientras los noruegos no se explican aún cómo el odio de un hombre pudo matar a 72 personas en un día de furia, los árabes y musulmanes se preguntan cómo se llegó al punto de que todo acto terrorista, ocurra donde ocurra, sea atribuido casi de manera automática a esa comunidad.
¿La islamofobia palpable en Estados Unidos y en demasiados países de Europa sería tan acentuada de no haber existido el 11-S? Una década después de aquel fatídico martes de septiembre de 2001, todo indica que esos atentados alimentaron una visión simplificada del islam, que tiende a asociarlo sin más con el fundamentalismo y las organizaciones terroristas.
Los ataques en Nueva York y Washington marcaron un antes y un después para el extenso mundo musulmán, aunque las reacciones y las consecuencias más terribles se viven en Irak y Afganistán, desde donde día a día llegan las dispares cifras de soldados, extremistas, supuestos extremistas y civiles muertos en las ofensivas de Estados Unidos y sus aliados.
Números que no dan. Irak fue invadido a principios de 2003 por unas supuestas armas de destrucción masiva nunca encontradas. Las estimaciones sobre la cantidad de víctimas que se han producido desde entonces son tan diversas que dan lugar a un debate en sí mismo. Las cifras más citadas, tal vez por ser las menos escandalosas, son las de Iraq Body Count (IBC), una organización que suma los datos que aparecen en la prensa iraquí en lengua inglesa. Según IBC, los civiles muertos por esta guerra serían entre 102.416 y 111.937, a los que habría que sumarles unos 15 mil que aparecieron en documentos revelados por WikiLeaks.
Para muchos, estas estimaciones se quedan cortas. ¿Cómo se explica, si no, que haya 744 mil viudas iraquíes, según los registros del gobierno de Bagdad?
Un equipo de la Bloomberg School of Public Health de la Universidad Johns Hopkins utilizó una técnica epidemiológica y publicó que, entre marzo de 2003 y julio de 2006, hubo en Irak 654.965 “muertes de más”, es decir, víctimas que no habrían ocurrido de no ser por la guerra.
Por su parte, la organización Just Foreign Policy estima que 1.455.590 iraquíes murieron desde la invasión. Estos números son respaldados por la agencia británica Opinion Research Business (ORB), según la cual fallecieron 1.033.000 iraquíes entre marzo de 2003 y agosto de 2007.
La guerra de Afganistán había comenzado antes, el 7 de octubre de 2001, como consecuencia directa de los ataques del 11-S, pero las cifras de civiles muertos son aun más difusas y fragmentadas que las que llegan desde Irak.
Los últimos datos que dio Naciones Unidas indican que el conflicto afgano está causando más muertos y heridos que nunca. La ONU contabilizó 1.462 fallecimientos de civiles en la primera mitad de 2011, aunque aclaró que el 80 por ciento se debería a acciones de insurgentes y el 14 por ciento sería atribuible a las fuerzas afganas e internacionales.
En cambio, cuando de marines norteamericanos se trata, los números son precisos. En esta década de guerra, 6.200 estadounidenses perdieron la vida en alguno de los dos frentes. Acuciado por estos números rojos, a los que se suman las cifras rojas de las finanzas estadounidenses, el presidente Barack Obama llamó la semana pasada a cerrar el último frente de guerra para centrarse en la reconstrucción del país.
En Afganistán quedan 96 mil soldados, después de un rearme ordenado por Obama en 2009. Antes de fin de año, 10 mil regresarán a sus bases en Estados Unidos y otros 20 mil lo harán en 2012. En Irak, quedan 50 mil tropas en tareas de entrenamiento de las fuerzas nacionales, pero se replegarán también antes de fin de año.
Un nuevo frente. Los últimos incidentes en la lucha contra Al Qaeda indican que la base de operaciones de la red terrorista no está en Afganistán, sino en el vecino Pakistán. Allí fue aniquilado Osama bin Laden en mayo. Allí también, en un ataque con un misil teledirigido, murió hace unas semanas el nuevo número dos de la organización.
Pakistán, única potencia nuclear musulmana, paga caro su alianza con Washington desde 2001. Los extremistas se hacen fuertes: en esta década, Islamabad contabilizó más de 35 mil muertos, entre ellos tres mil soldados.
Estas cifras son imposibles de verificar pero, según un recuento de la agencia AFP, cerca de 4.600 paquistaníes murieron en unos 500 atentados, la mayoría suicidas, desde que Bin Laden decretó la guerra santa contra Pakistán, en 2007.
Sin embargo, las consecuencias del 11-S no se limitan a estos países que sufren acciones armadas directas. Las repercusiones de los atentados son complejas y entramadas, y muchas veces incomprensibles para el mundo occidental.
Así, los ecos de aquel 11 de septiembre podrían alcanzar la Primavera Árabe que sacude al norte de África y la Península Arábiga. El razonamiento es simple: Washington amparó las autocracias de la región que prometieron ayuda en la guerra contra el radicalismo islámico; esos gobiernos utilizaron el respaldo estadounidense para acentuar durante este decenio la censura y la represión; estas nuevas condiciones se sumaron a la crisis económica global, al encarecimiento de los alimentos y a las demás causas que encendieron la mecha del mundo islámico.
Según esta línea de pensamiento, no es de extrañar que gobiernos aliados a Estados Unidos, como los de Bahrein y Yemen, permanezcan en el poder a pesar de las continuas protestas.
Revelaciones. Después del 11-S, el mundo le declaró la guerra al terrorismo y la mayoría de los países aprobó o ajustó leyes antiterroristas a instancias de Estados Unidos y la ONU. A lo largo de estos 10 años, la agencia AP sostiene que al menos 35 mil personas fueron condenadas y unas 120 mil personas fueron detenidas por terrorismo, algunos por poner bombas en hoteles, otros por blandir un cartel en alguna protesta. La mayoría de ellos son musulmanes.
El ex presidente George W. Bush admitió la existencia de las prisiones secretas en 2006, y el director de la CIA en 2009, Leon Panetta, aseguró que ya no se usaban más. Pero en estos días se confirmó la existencia de un puente aéreo secreto que transportó a sospechosos de terrorismo.
Al respecto, el director en la Unión Europea para el respeto a los derechos humanos criticó la semana pasada las acciones de los gobiernos europeos en el combate contra el terrorismo. “Permitieron, protegieron y participaron en las operaciones de la CIA que violaron conceptos fundamentales de nuestro sistema de justicia y la protección de los derechos humanos”, manifestó Thomas Hammarberg en una dura e inusual acusación.
Musulmanes en casa. Para los 2,75 millones de musulmanes que habitan en Estados Unidos, la vida no es fácil tras el 11-S. Según una encuesta del Pew Research Center, el 52 por ciento de esta comunidad cree que es señalada por el gobierno como un grupo al que conviene vigilar. El 43 por ciento declaró haber sido hostigado por la policía en el último año.
Para corroborar esta sensación de persecución, hace unos días se revelaron documentos según los cuales, en los meses posteriores a los atentados de septiembre de 2001, la policía de Nueva York y un oficial veterano de la CIA trazaron un mapa de las comunidades étnicas de la región y despacharon equipos de agentes encubiertos para comprobar dónde compraban, comían y rezaban los musulmanes. El programa fue conocido como la Unidad de Demografía y, aunque la policía niega su existencia, recibe reportes diarios sobre los barrios islamistas.
No extraña que, 10 años después, una gran parte de los musulmanes, vivan donde vivan, piense que los ataques del 11-S fueron una conspiración de Estados Unidos para justificar, entre otras cosas, la invasión a Irak.
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