Islam en Murcia - 25.12.20
Año 2020. Todos los habitantes de un país recluidos durante 97 días en el interior de sus casas, para evitar una desconocida y alarmante enfermedad. Una situación inimaginable con un alcance inaudito: solamente en España, la pandemia por COVID-19 ha trastocado las vidas de 47 millones de personas.Adultos, niños, ancianos, mujeres, hombres…, este inesperado suceso ha afectado a todos. Sin embargo, cada uno podría contar sus experiencias y sentimientos más personales, cada uno podría relatar su propia historia de la pandemia.
Este ha sido el punto de partida de Historias del confinamiento, un volumen que reúne 97 relatos -uno por cada día de confinamiento-, escritos por 97 personas anónimas. Estas narraciones, seleccionadas entre las más de 2.000 recibidas, son una ventana abierta al alma de la sociedad; el autoexorcismo de un país que expele sus alegrías, temores, sueños e inseguridades a través de la diversidad de sus voces.
Porque todos tienen algo que contar, desde una adolescente madrileña de 13 años, hasta un abuelo almeriense que nació en los años 30, pasando por los otros 95 autores más que han participado en esta iniciativa literaria sin precedentes.
La escritura como terapia
Según los expertos, escribir es una de las herramientas más útiles para gestionar las emociones. Plasmando los sentimientos sobre el papel, resulta más fácil ordenarlos y ser capaz de compartirlos con los demás. Tal y como afirman desde la Facultad de Psicología de la Universidad de Barcelona: “escribir puede ser una buena estrategia para mantenerte ocupado, expresar tus sentimientos y poderlos reevaluar posteriormente”.En este escenario de incertidumbre, esa necesidad de exteriorizar los propios pensamientos ha hecho aflorar el talento creativo de los seres humanos. El resultado ha sido una obra incomparable que supone una auténtica radiografía de la sociedad actual y que ha merecido la valoración positiva de la revista especializada Publishers Weekly: "un experimento social fascinante. El must literario de la temporada."
Historias del confinamiento, publicado por Lantia Publishing para Editorial Samarcanda, está disponible en todas las librerías desde el próximo 30 de noviembre.
Este es uno de los relatos que incluye el libro:
THAT
Leeza y su madre, Niara, estaban saliendo de Marruecos. ¡Por fin! Nunca se habrían imaginado que
dicho día llegaría...
Un viaje en una barca, saliendo ilegalmente de Marruecos para vivir en España sin legalización, era
algo muy difícil. ¿Quién diría que no? La verdad, era MUY DIFÍCIL.
La vida en Marruecos era terrible: persecuciones diarias, batallas civiles, hambre infernal, sed,
incivilización, injusticia, violencia machista, con un rey como Mohamed VI... Era un país muy poco
desarrollado y con una sociedad muy rebelada.
Leeza tenía doce años, casi trece. Y Niara... treinta y tres.
Leeza y Niara estaban solas, pero eran fuertes y conseguirían todo lo que se propusieran.
Bueno, habían llegado a España y la noticia en que pensaban constantemente era en la de los
fallecimientos en su país natal. Habían oído hablar de un virus extraño que estaba matando a
cualquiera que lo cogiera, pero no se habían enterado a fondo, ya que no tenían muchos recursos en
Marruecos para hacerlo...
El puerto de Tarifa estaba vacío y solo había un guardia civil controlando desde una carpa. Más allá
del puerto y de la playa había numerosos coches que intentaban pasar al barco, pero los dueños no
los dejaban. Era normal. Había por allí un virus y la gente pensaba aún en irse de España.
A Leeza y Niara les parecía increíble todo eso. ¡Que se quisieran escapar de España! Qué mentes...
Ellas sí que lo habían hecho bien: Marruecos no era un lugar seguro y mucho menos bueno para
pasar la crisis esa del virus... ¿Pero España? Un país desarrollado, civil, justo, igualitario, con
derechos, una buena sanidad... ¿Qué más querían los españoles?
—Mamá, sigo pensando que deberíamos ser honestas y entregarnos a esos guardias de allí —dijo
Leeza en árabe. Se acababan de bajar de la barca. La dejaron por allí tirada.
—No, Leeza. Si hacemos eso, nos arrestarán de inmediato —dijo su madre—. ¿Ves ese callejón de
allí? Por ahí nadie vigila, ¡vamos!
Apenada y poco convencida, Leeza siguió a su madre.
Se lograron colar por el dichoso callejón del que había hablado Niara. Ningún guardia las vio, ni
ningún guardia iba a verlas. Nada más pasar, saltaron de alegría y se abrazaron.
—Ahora hay que buscar comida y un refugio, mamá —dijo Leeza, tranquila.
—¡Sígueme, Leeza! He visto un centro de migrantes cerca.
Las dos se dirigieron hacia el centro que habían visto. Por suerte, lo tenían cerca.
—Ho...hola. —Leeza manejaba el español desde pequeña, ya que una amiga suya en África era
española.
—Buenas tardes, chicas. ¿Dé donde venís? —preguntó una amable señora.
—Marruecos.
—¡¡¡Ah!!! Muy bien... ¿Qué necesitáis?
—Dormir y comida y agua, por favor. Mi madre Niara y yo, Leeza.
—De acuerdo... Bien. Si os vais a quedar aquí, debéis estar confinadas. ¿Sabéis lo que significa
eso?
—No. ¿Confinamiento? —Leeza miró a su madre extrañada—. Oímos hablar del virus, pero nada de
confinamiento...
—El confinamiento significa que debéis estar aisladas, en cuarentena. Todo el país lo está. Están
cerrando las fronteras. Y... ¡habéis acertado!: se llama «coronavirus» lo está paralizando todo. Ya
hay treinta mil infectados y más de dos mil muertos en España... —Las dos se quedaron mudas.
¡Qué desastre!—. Bueno, ahora que lo sabéis todo sobre el confinamiento, voy a daros una
habitación conjunta. Esta habitación solo vale para un máximo de quince días, hasta que encontréis
un trabajo estable y una vivienda. Por cierto, en la habitación conjunta habrá más como vosotras,
pero, dadas las circunstancias actuales, debéis estar a un metro de separación.
Leeza asintió con la cabeza y le resumió a su madre todo lo que acababa de decir la recepcionista.
Luego, Niara también asintió.
Pasaron a la habitación conjunta, donde ya había gente durmiendo. Normal, eran las diez de la
noche. Menos mal que el centro de migrantes abría las veinticuatro horas del día.
Les prepararon un colchón a cada una y pudieron comprobar que lo que decían era verdad: un metro
de separación para cada colchón.
Aquella noche, a Leeza le costó dormir, pero con la ayuda meditadora de su madre lo consiguió.
Por la mañana, las impresionaron con un buen desayuno. Ellas ya habían hecho amigas nigerianas:
Adejola y Chuioke, que eran también madre e hija.
—Normalmente no suelen hacer esto... Supongo que lo harán ahora por todo esto del virus...
—conversaban animadamente las madres, en francés.
Nada más terminar de desayunar, Niara y Leeza fueron a buscar trabajo para que al menos Niara
pudiera trabajar.
La ciudad, Tarifa, era normalilla, mucha gente en comparación con Rabat, en Marruecos. Pero las
dos estaban seguras de que Madrid sería mucho más grande y se lo imaginaban...
No hubo ningún problema para encontrar un buen trabajo pronto...
El primer día que salieron a buscar, tuvieron que pasar por establecimientos pobres, ricos, con
dueños bordes, con dueños amables, de todo...
Al fin, y cansadas de buscar, un restaurante les ofreció lo mejor: un puesto como camareras para las
dos. Trabajarían nueve horas diarias, con un sueldo de novecientos euros al mes.
Allí en España era un sueldo muy bajo, pésimo, pero, como ellas venían de África y necesitaban lo
más asequible, aceptaron enseguida.
El dueño del restaurante les ofreció una residencia cercana para poder vivir en ella.
Rápidamente, ellas aceptaron, porque necesitaban un apartamento YA. No tenían nada: ni muebles,
ni decoración... Pero eso no importaba: tenían comida proporcionada por el restaurante y el gas y el
agua lo tenían pagado por su dueño. Pero pronto se dieron cuenta de que algo iba mal en el
restaurante: no iba nadie, solo un par de viejos alcohólicos que se echaban allí unas risas; los demás
locales no estaban abiertos, era el único del barrio; y los jefes parecían malos, mantenían
conversaciones secretas... Leeza y Niara empezaban a sospechar de ellos.
Ellas ya conocían los síntomas del coronavirus, ese virus del que tanto hablaban en España. Sabían
que el mundo entero estaba parado y que debían prevenir más contagios.
Lo que más raro le pareció a Leeza fue que su madre Niara empezara a toser, estornudar, le faltara
el aire...; que tuviera síntomas del coronavirus. Había oído hablar del número de teléfono contra el
virus. Así que cogió unas monedillas y desde el teléfono de la calle llamó al hospital.
—Buenos días. Mi nombre es Leeza Majthai. Mi madre Niara tiene síntomas.
—¿Cuáles? —dijo el enfermero al otro lado del teléfono.
—Tos, dificultad para respirar, temperatura alta... Mucha toser y estornudar.
—De acuerdo. ¿Apellidos de la paciente?
—Niara Majthai, tiene treinta tres años —dijo Leeza con un español pobre.
—¿Niara Majthai? No está en la Seguridad Social.
—Ya... Pero hacer un favor para mundo.
El enfermero se lo pensó unos segundos. Después lo consultó con unas enfermeras.
—Si la tratamos, deberá pagar luego. ¿Su domicilio?
—Calle Toreros, 17.
—Perfecto. Sigue las indicaciones y estate tranquila. No le pasará nada, es joven.
—Gracias. —Leeza colgó. Estaba muy nerviosa, necesitaba calmarse. Así que, antes de jugar, le
pidió a su madre Niara que se aislara. Por su propio bien, Niara se aisló en una habitación del
apartamento.
Al día siguiente, ni Niara ni Leeza fueron al restaurante.
Los médicos habían ido a hacerle el test del coronavirus a Niara.
Había dado positivo. Era evidente desde el principio. Leeza no se había planteado que su madre no
lo llagara a tener, lo veía venir... Era triste, pero debía superarlo.
Niara empeoraba cada día, tenía más dificultad para respirar, y los médicos se la llevaron al hospital,
específicamente a un sitio llamado la UCI. Unidad de Cuidados Intensivos. Ese nombre sonó mal
desde el primer momento en el que Leeza lo oyó de los médicos. Leeza no podía estar en el hospital
porque los médicos se lo prohibían, era arriesgado que otra niña más lo cogiera... ¡Qué estúpidos
llegaban a ser a veces los médicos!
Pero había que aguantarlo, era lo que tocaba.
El restaurante, por fin, había cerrado. De hecho, el día que su madre se infectó, salieron en las
noticias. Habían sido los últimos en cerrar y les habían impuesto una multa de tres mil euros por
desobedecer al Gobierno. El dueño le dijo a Leeza que se podían quedar en el piso, pero que no
podrían seguir pagándoles...
Estaba sola en la pocilga de casa que tenían. Haciendo el pinto-pinto-gorgorito para ver si su madre
salía de esa...
Era día 23 de marzo, plena crisis mundial por coronavirus, su madre Niara infectada...
¡Menudo marrón tenía encima! De pronto, una carta se coló en la casa.
Leeza, triste, la recogió.
Querida Leeza Majthai:
Soy Sara Muñoz, enfermera del hospital. Hemos estado tratando a tu madre, Niara Majthai. Está muy mal. Estamos intentando curarla, pero la vacuna no existe aún.
Necesitamos que vengas al hospital lo más pronto posible, debes despedirte de ella.
Un saludo,
Sara Muñoz.
¡¡¡NOOOO!!! ¡No, por favor! ¡¡Alá!! Leeza iba a quedar huérfana, su madre iba a morir por culpa del
maldito virus... No entendía nada...
Leeza salió de casa corriendo, como una bala. Iba llorando. No podía creer lo que le estaba pasando.
Había venido a España con su madre para tener una vida mejor, dejar atrás a esas personas malas
de Marruecos. Y ahora resulta que estaban felices, tenían trabajo, una casa, estaban juntas... y va un
virus y la infecta.
Llegó al hospital en el que su madre estaba intubada y subió rápido por las escaleras mecánicas.
Preguntó a una enfermera con mascarilla y guantes cuál era la habitación de su madre, que estaba
en la UCI.
La 206. Buen número. Sería perfecto para cuando su madre ya no estuviera... Había que hacerlo, se
tenía que despedir de ella o luego sería demasiado tarde.
Entró. No había nadie, solo ella, intubada, casi inconsciente, protegida con mascarillas, guantes,
bolsas de basura... Las típicas cosas de médicos. Comenzó a llorar mucho, muchísimo.
—Mamá.
—Leeza...
—No te vayas, por favor, aguanta, tú eres fuerte, mamá...
—Este virus es mor...tal —dijo con voz débil.
—Lo sé, pero muchos se salvan, te salvarás.
—No lo haré, soy fuerte, pero no tanto... —Comenzó a cerrar los ojos.
—¡¡Por favor!! ¡¡NOO!! –Lloró delante de su madre. Le daba igual pillar ese estúpido virus. ¡Sí! Es
más, le gustaría cogerlo para así poder irse con Niara, con la madre que la había cuidado tanto toda
su vida.
Y estas fueron sus últimas palabras...
—Sé fuerte, única, y... recuerda siempre que... —Cerró los ojos completamente y su corazón dejó de
latir.
-... «Te quiero»... —continuó la frase Leeza.
Niara había muerto en paz, había muerto con una hija, valiente, fuerte..., que no se rinde... Lo que iba
a hacer toda la vida sería honrar a su madre, luchar contra los malos y salvar a los buenos. Iba a ser
enfermera o médico en un hospital, porque, aunque antes los hubiera criticado tanto, habían
intentado salvar la vida de su madre.
Paula Cordonié Hernando.
13 años.
Madrid
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