Fuente: El País, 21.07.13
Houda Louassini
http://elpais.com/elpais/2013/07/15/opinion/1373887324_948626.html
Houda Louassini
La activista egipcia Nawal Saadawi expone, en referencia a los islamistas
radicales, que es muy difícil entablar un diálogo con quien habla en nombre de
Dios, cuando una está hablando en nombre del Hombre.
Y, efectivamente, resulta desigual hablar en nombre de los derechos humanos, de las libertades individuales, del respeto hacia las demás creencias con unos interlocutores que se alzan como portavoces de Dios. Los defensores de la laicidad son unos pobres seres falibles. Su palabra pesa poco ante los ojos de los apóstoles de la “Verdad absoluta”, los islamistas.
Sin embargo, nadie tiene la exclusividad de la palabra divina, y todos los discursos son interpretaciones del mensaje de Dios, y cuantos más lectores haya, más lecturas serán posibles y ninguna tendrá la supremacía porque todas deberían ser válidas y viables. En el islam, solo los ulemas tienen derecho a interpretar los textos sagrados y por lo tanto las explicaciones y los comentarios se diversificarán según el buen albedrío de cada ulema.
Cada día nos trae su cosecha de noticias violentas sobre el islam. Los musulmanes estamos asediados por los medios de comunicación que nos recuerdan al filo de sus crónicas que el islam es violento. Últimamente, hemos asistido a varias acciones de los llamados “lobos solitarios”, el atentado de Boston, el de Londres o el perpetrado en París; son ejemplos de ese nuevo modus operandi. A cada atentado, los musulmanes nos sentimos agredidos: tanta irracionalidad en nombre del islam nos avergüenza y nos cohíbe. Los terroristas nos embisten y la opinión pública occidental nos mete en el mismo saco en una visión reduccionista. Los extremistas de cualquier ideología o religión pueden ser violentos, no son exclusivos del islam.
No obstante, como musulmana me pregunto: ¿De dónde sacan los islamistas radicales sus argumentos? Al indagar, descubro que en los textos sagrados hay pasto para todas las ovejas, hasta para las más descarriadas y perturbadas.
El excelente documental de Frédéric Brunnquell y el arabista francés Gilles Kepel traza un esclarecedor nexo entre los Hermanos Musulmanes y los demás movimientos islamistas: desde la revolución iraní hasta el movimiento terrorista de Al Qaeda. El tronco cardinal del pensamiento de Sayed Kutb, el ideólogo de los Hermanos Musulmanes, es el deber del Dyihad para todo musulmán. La obligación de llevar la cruzada en contra de Occidente, que está en decadencia, con el fin de purificarlo y dirigirlo hacia el camino de la verdad, es uno de sus principales preceptos.
Los Hermanos Musulmanes nacieron en Egipto al inicio del siglo XX y se propagaron por los demás países árabes e islámicos, a veces con distintas ramificaciones, pero todos pertenecientes al mismo árbol. Sus naturales herederos son los que se apropiaron de la primavera árabe y ganaron las elecciones en Egipto (aunque ahora un golpe de Estado ilegítimo pretende desbancarlos), en Túnez y más sigilosamente en Marruecos.
Salta a la vista que estos movimientos están en alza; cara a la galería mantienen un discurso “moderado” pero en confianza sueltan sus verdaderas convicciones y se internan en el laberinto de una pesadilla surrealista: hablan del Gran Califato islámico, del próximo dominio del islam sobre el universo, no solo sobre la tierra.
Cuando queremos alejar la sombra violenta que persigue al islam nos escudamos detrás del pensamiento sufí, que numerosas familias marroquíes practican, y nos agarramos a sus mensajes de amor, de paz, de apertura hacia el otro. Pero ese islam no gusta a los paladines de los movimientos islamistas que llevan décadas de cruzada contra el sufismo, condenando las prácticas de las cofradías y los preceptos de los pensadores sufíes. No dudan en machacar los valores ancestrales de nuestra sociedad marroquí. Se ataca a las libertades individuales, alegando que son un lastre de la colonización occidental.
Los islamistas siguen su avance y los opositores musulmanes les ayudan con su ambigüedad y silencio, porque piensan que criticarles es atacar los valores sagrados de nuestra sociedad y tienen miedo de convertirse en traidores. Caen en la trampa tendida por los propios radicales. Habría que recordar a estos que Marruecos existía antes de la llegada del islam. Durante milenios, muchas civilizaciones lo atravesaron dejando sus huellas. El pueblo amazigh, el originario del norte de África, no ha estado esperando a los árabes para fraguar su identidad. Además, están los marroquíes de confesión judía, y los marroquíes ateos, aunque estos son muy discretos a la hora de revelar sus convicciones, por temor al hacha de la apostasía.
Los radicales suelen atacar a los defensores de la laicidad arguyendo las influencias de Occidente. Sin embargo, Occidente recibió con los brazos abiertos el legado de los pensadores musulmanes pioneros de la corriente racionalista, tales que Ibn Rushd o Ibn Khaldún. El mundo islámico, en su gran diversidad, había permitido que proliferaran en su seno sabios, filósofos, científicos y literatos partidarios de la razón hasta que la decadencia cultural, el declive y el fanatismo islámico (en muchas fases históricas) acabó ganándoles la partida.
Los defensores de un Marruecos laico son cada día más numerosos aunque siguen siendo minoritarios, debido al analfabetismo de una gran franja del pueblo que confunde laicidad y ateísmo. Los movimientos laicos tienen la gran responsabilidad de disipar tal confusión que favorece la ideología dominante. La primera labor es pedagógica: explicar al pueblo llano el verdadero significado de la secularización del Estado.
Hay una corriente que defiende la laicidad desde el punto de vista islámico, como el caso del teólogo egipcio Ali Abderraziq, que asegura que “Nada \[en el islam\] impide a los musulmanes edificar su Estado y su sistema de Gobierno sobre las últimas creaciones de la razón humana”, y añade: “Buscaremos en vano una indicación en el Corán, implícita o explícita, que pueda apoyar la tesis de los partidarios del carácter político de la religión islámica”.
Otro teólogo, más contemporáneo, el tunecino Mohamed Talbi, apoya sus argumentos por la laicidad, citando versículos del Corán, y demuestra que, en los tiempos del profeta, el Gobierno era laico. El islam político aparece después del fallecimiento del profeta a raíz de las luchas por el poder entre fracciones opuestas, lo que pervirtió el mensaje del profeta.
Los defensores de la laicidad son fruto de sus propias sociedades. Y tampoco nada impide aprender de los demás. “Id en busca del conocimiento aunque sea en China”, dijo el profeta. La identidad cultural no se tambalea porque se impregna del otro, al contrario, la cristaliza y la enriquece.
La laicidad puede convertirse en un valor añadido al islam y preservarlo de los extremistas y los violentos. La secularización del Estado es el baluarte que podría amparar y proteger a todos los musulmanes y no musulmanes de las ovejas descarriadas.
Y, efectivamente, resulta desigual hablar en nombre de los derechos humanos, de las libertades individuales, del respeto hacia las demás creencias con unos interlocutores que se alzan como portavoces de Dios. Los defensores de la laicidad son unos pobres seres falibles. Su palabra pesa poco ante los ojos de los apóstoles de la “Verdad absoluta”, los islamistas.
Sin embargo, nadie tiene la exclusividad de la palabra divina, y todos los discursos son interpretaciones del mensaje de Dios, y cuantos más lectores haya, más lecturas serán posibles y ninguna tendrá la supremacía porque todas deberían ser válidas y viables. En el islam, solo los ulemas tienen derecho a interpretar los textos sagrados y por lo tanto las explicaciones y los comentarios se diversificarán según el buen albedrío de cada ulema.
Cada día nos trae su cosecha de noticias violentas sobre el islam. Los musulmanes estamos asediados por los medios de comunicación que nos recuerdan al filo de sus crónicas que el islam es violento. Últimamente, hemos asistido a varias acciones de los llamados “lobos solitarios”, el atentado de Boston, el de Londres o el perpetrado en París; son ejemplos de ese nuevo modus operandi. A cada atentado, los musulmanes nos sentimos agredidos: tanta irracionalidad en nombre del islam nos avergüenza y nos cohíbe. Los terroristas nos embisten y la opinión pública occidental nos mete en el mismo saco en una visión reduccionista. Los extremistas de cualquier ideología o religión pueden ser violentos, no son exclusivos del islam.
No obstante, como musulmana me pregunto: ¿De dónde sacan los islamistas radicales sus argumentos? Al indagar, descubro que en los textos sagrados hay pasto para todas las ovejas, hasta para las más descarriadas y perturbadas.
El excelente documental de Frédéric Brunnquell y el arabista francés Gilles Kepel traza un esclarecedor nexo entre los Hermanos Musulmanes y los demás movimientos islamistas: desde la revolución iraní hasta el movimiento terrorista de Al Qaeda. El tronco cardinal del pensamiento de Sayed Kutb, el ideólogo de los Hermanos Musulmanes, es el deber del Dyihad para todo musulmán. La obligación de llevar la cruzada en contra de Occidente, que está en decadencia, con el fin de purificarlo y dirigirlo hacia el camino de la verdad, es uno de sus principales preceptos.
Los Hermanos Musulmanes nacieron en Egipto al inicio del siglo XX y se propagaron por los demás países árabes e islámicos, a veces con distintas ramificaciones, pero todos pertenecientes al mismo árbol. Sus naturales herederos son los que se apropiaron de la primavera árabe y ganaron las elecciones en Egipto (aunque ahora un golpe de Estado ilegítimo pretende desbancarlos), en Túnez y más sigilosamente en Marruecos.
Salta a la vista que estos movimientos están en alza; cara a la galería mantienen un discurso “moderado” pero en confianza sueltan sus verdaderas convicciones y se internan en el laberinto de una pesadilla surrealista: hablan del Gran Califato islámico, del próximo dominio del islam sobre el universo, no solo sobre la tierra.
Cuando queremos alejar la sombra violenta que persigue al islam nos escudamos detrás del pensamiento sufí, que numerosas familias marroquíes practican, y nos agarramos a sus mensajes de amor, de paz, de apertura hacia el otro. Pero ese islam no gusta a los paladines de los movimientos islamistas que llevan décadas de cruzada contra el sufismo, condenando las prácticas de las cofradías y los preceptos de los pensadores sufíes. No dudan en machacar los valores ancestrales de nuestra sociedad marroquí. Se ataca a las libertades individuales, alegando que son un lastre de la colonización occidental.
Los islamistas siguen su avance y los opositores musulmanes les ayudan con su ambigüedad y silencio, porque piensan que criticarles es atacar los valores sagrados de nuestra sociedad y tienen miedo de convertirse en traidores. Caen en la trampa tendida por los propios radicales. Habría que recordar a estos que Marruecos existía antes de la llegada del islam. Durante milenios, muchas civilizaciones lo atravesaron dejando sus huellas. El pueblo amazigh, el originario del norte de África, no ha estado esperando a los árabes para fraguar su identidad. Además, están los marroquíes de confesión judía, y los marroquíes ateos, aunque estos son muy discretos a la hora de revelar sus convicciones, por temor al hacha de la apostasía.
Los radicales suelen atacar a los defensores de la laicidad arguyendo las influencias de Occidente. Sin embargo, Occidente recibió con los brazos abiertos el legado de los pensadores musulmanes pioneros de la corriente racionalista, tales que Ibn Rushd o Ibn Khaldún. El mundo islámico, en su gran diversidad, había permitido que proliferaran en su seno sabios, filósofos, científicos y literatos partidarios de la razón hasta que la decadencia cultural, el declive y el fanatismo islámico (en muchas fases históricas) acabó ganándoles la partida.
Los defensores de un Marruecos laico son cada día más numerosos aunque siguen siendo minoritarios, debido al analfabetismo de una gran franja del pueblo que confunde laicidad y ateísmo. Los movimientos laicos tienen la gran responsabilidad de disipar tal confusión que favorece la ideología dominante. La primera labor es pedagógica: explicar al pueblo llano el verdadero significado de la secularización del Estado.
Hay una corriente que defiende la laicidad desde el punto de vista islámico, como el caso del teólogo egipcio Ali Abderraziq, que asegura que “Nada \[en el islam\] impide a los musulmanes edificar su Estado y su sistema de Gobierno sobre las últimas creaciones de la razón humana”, y añade: “Buscaremos en vano una indicación en el Corán, implícita o explícita, que pueda apoyar la tesis de los partidarios del carácter político de la religión islámica”.
Otro teólogo, más contemporáneo, el tunecino Mohamed Talbi, apoya sus argumentos por la laicidad, citando versículos del Corán, y demuestra que, en los tiempos del profeta, el Gobierno era laico. El islam político aparece después del fallecimiento del profeta a raíz de las luchas por el poder entre fracciones opuestas, lo que pervirtió el mensaje del profeta.
Los defensores de la laicidad son fruto de sus propias sociedades. Y tampoco nada impide aprender de los demás. “Id en busca del conocimiento aunque sea en China”, dijo el profeta. La identidad cultural no se tambalea porque se impregna del otro, al contrario, la cristaliza y la enriquece.
La laicidad puede convertirse en un valor añadido al islam y preservarlo de los extremistas y los violentos. La secularización del Estado es el baluarte que podría amparar y proteger a todos los musulmanes y no musulmanes de las ovejas descarriadas.
Houda Louassini es hispanista y traductora
marroquí.
http://elpais.com/elpais/2013/07/15/opinion/1373887324_948626.html
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