Perdida en medio de la nada, Sidi Bou Zid es como muchas otras una pequeña ciudad de Túnez olvidada por los folletos de los circuitos turísticos occidentales. El 17 de diciembre de 2010 entró en los anales de la historia mundial. Ese día uno de sus paisanos, Mohamed Bouazizi, se quemó a lo bonzo delante de las oficinas del gobernador para protestar por la confiscación de su carrito de legumbres. El gesto provocó protestas, primero en la ciudad y después en la región. El pasado 4 de enero, Mohamed murió en el hospital como consecuencia de las heridas.
Días después de su muerte, la protesta contra el régimen dictatorial llegó a la capital de Túnez. El 14 de enero, el presidente Zine El-Abidine Ben Alí huyó del país con gran parte de su familia cerrando el telón a más de dos décadas de dictadura. El levantamiento del pueblo tunecino puso en marcha una cadena de revueltas y revoluciones en todo el norte de Africa y en Oriente Próximo que, en apenas dos meses, han derribado otra dictadura —la egipcia—, han provocado una guerra civil —la libia— y están poniendo en jaque a por lo menos otros nueve despotismos orientales. Las dictaduras de Yemen y Siria se presentan como las primeras de la lista.
¿Qué tenía Mohamed Bouazizi para generar un fenómeno tan espectacular e imprevisible? Posiblemente sólo juventud y la desesperación de perder el único medio de obtener recursos para su familia, que dependía exclusivamente de él. La leyenda le presentó como un universitario en paro, pero en realidad Mohamed dejó los estudios al terminar el bachillerato para mantener a sus padres y hermanos. No fue un gesto premeditado lo que produjo la decisión del joven vendedor ambulante, sino la impotencia ante la corrupción de los funcionarios de su ciudad . Una frustración en la que se han visto reflejados millones de árabes desde que Mohamed Bouazizi intentó quitarse la vida hace ahora cien días.
Sobre el papel, Túnez no parecía reunir las condiciones de país-piloto para las revoluciones populares árabes contra las dictaduras. Su renta per cápita de 2.700 euros es estándar en el mundo árabe, lejos de los excesos de las petro-monarquías del Golfo, que están tratando de apagar con subsidios el fuego de sus respectivas revueltas. Pero la tasa de alfabetización tunecina, del 75 por ciento, y la apertura al mundo de su comercio y su turismo, hacía inevitable, tarde o temprano, la implosión de la tiranía.
Sin rastro de barbudos
Sin embargo, Túnez se ha convertido en el modelo de las revueltas y, en cierto modo, en la envidia de todas ellas por el bajo número de víctimas mortales que provocó su revolución. Y por su éxito, al menos en la primera fase.
No hubo islamismo detrás de la revolución tunecina, y esta constante se está repitiendo en cada país donde prende la protesta. Lógicamente, el partido islamista legalizado en Túnez tendrá una presencia en el Parlamento que no tenía antes, pero esa transparencia será positiva para controlar sus excesos. En Marruecos y en Egipto, los islamistas de Justicia y Caridad y de los Hermanos Musulmanes pueden convertirse en el futuro en la primera fuerza política, aunque están lejos de aspirar a gobernar. Las protestas árabes piden libertad de expresión y partidos políticos, no Sharía. Sus movilizaciones se concentran en las urbes, no en el mundo rural donde el islamismo hace más prosélitos.
El papel de Facebook
La elevada tasa de paro y la penuria económica, agudizada por la subida de precios de productos básicos, ha sido la primera bandera ondeada por los movimientos de protesta en Túnez, Egipto, Jordania y Argelia. Las protestas han cristalizado en torno a fechas elegidas más o menos al azar, y difundidas gracias a los móviles e internet. Sin estos instrumentos —sumados al acceso de grandes masas de la población a la televisión por satélite— son impensables las revoluciones del mundo árabe.
Túnez cuenta con una población ligeramente superior a los seis millones; casi un millón y medio están en la red social de Facebook. Egipto, con una población de 80 millones, cuenta con cinco millones de usuarios de Facebook; una quinta parte accede a la red social a través de su teléfono móvil, lo que explica el alto grado de coordinación de los manifestantes en la plaza de Tahrir. El fenómeno se repitió en las principales protestas de Yemen, Jordania, Argelia y Marruecos.
El papel del Ejército es otra de las claves que explican el «contagio» de las revueltas árabes. Las Fuerzas Armadas tunecinas se negaron a disparar sobre sus compatriotas y forzaron la huida del dictador. Egipto volvió a repetir la historia. Su ejemplo ha alentado a muchos árabes a salir a protestar para tentar la misma suerte. Donde las milicias y fuerzas policiales son más pretorianas, la dictadura resiste. Es el caso de Gadafi en Libia, posiblemente el de Assad en Siria; y especialmente el del Irán de los Guardianes de la Revolución. Yemen está a punto de desmoronarse por las defecciones en el Ejército.
Todas las dictaduras árabes están en el punto de mira del proceso revolucionario, pero los primeros cien días muestran cierta cadencia. Algunos países han calmado la fiebre con cambios de gobierno o inyectando subsidios a la población, aunque pocos naden en petrodólares. Parece también evidente que las autocracias más vulnerables son las tiranías laicas —Túnez, Egipto, Libia, Yemen, Argelia— y no las monarquías absolutas; en especial las coronas que gozan de mayor legitimidad por historia o por su alianza con el estamento clerical musulmán. Marruecos y Arabia Saudí respiran.
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