En toda Europa, debido a la presencia de una inmigración de origen magrebí y ahora asiática, el tema de la integración del islam se plantea de forma apremiante. Pero no se trata de cualquier inmigración. En los años cincuenta, sesenta y setenta del siglo XX, la inmigración procedente de estas regiones no causaba tantos "problemas" de integración. ¿Por qué? Esencialmente por dos razones. Por un lado, se trataba sobre todo de trabajadores, a menudo solteros, que tenían el proyecto de volver a sus países y aceptaban unas condiciones de vida precarias y, con frecuencia, indignas. En cambio, la inmigración actual es tendencialmente familiar e implica que el inmigrante que se define como musulmán, como su familia, se quedará definitivamente en el país de acogida. El tema de su identidad (y no solo socio-profesional) se le plantea, pues, tanto a él como a su familia.
Por otro lado, la inmigración actual procedente de estos países no es contemporánea de los nacionalismos y socialismos tercermundistas de antaño, sino de sociedades en las que el islam se ha convertido a menudo en sistema de oposición política, en identidad político-religiosa. Esta mutación identitaria afecta a gran parte de los recién llegados, pero el más grave error sería creer que significa automáticamente la adhesión de estos inmigrantes a los credos integristas y fundamentalistas. En realidad, los sondeos de opinión de estos últimos años en Francia y en Alemania demuestran la voluntad de estos musulmanes europeos de integrarse en las normas, los valores, los usos y costumbres de las sociedades de acogida, mientras que se respete su religión y ello dentro de los límites del derecho en vigor. El porte de signos religiosos nunca ha sido utilizado como un arma para desafiar los códigos de la sociedad de acogida. Expresa más bien la fe religiosa en un contexto en el que la separación de lo público y lo privado tiende a difuminarse. Pero en cuanto explicamos las normas que rigen las relaciones de lo político y lo religioso en las sociedades de acogida, la inmensa mayoría de estos musulmanes se adapta a ellas. Además, el burka no forma parte de la tradición del islam suní y malekita norteafricano. Es una importación asiática (de Arabia Saudí hasta Irán, pasando por Pakistán y Afganistán), que no tiene ninguna posibilidad de imponerse en el islam magrebí, aunque algunas mujeres magrebíes lo utilicen.
En cambio, si los países europeos transforman el islam en objeto de batalla política y electoral, corremos el riesgo de asistir a graves repliegues identitarios. El Gobierno de Zapatero acaba de anunciar que quiere legislar el uso del velo y del burka, siguiendo en ello a Francia y a Bélgica. Por otro lado, prepara la Ley de Libertad Religiosa que prohibirá con toda legitimidad, entre otras cosas, los símbolos religiosos en los establecimientos públicos. Es la mejor manera de ratificar que los establecimientos de enseñanza son lugares en los que se dispensa un saber certero, y no espacios de competencia entre las pertenencias confesionales. Aun así, la prohibición del burka no debiera correlacionarse, como algunos reclaman, con el tema de la dignidad de la mujer y de la igualdad de género. Efectivamente, tanto la velación como la disimulación total de la mujer ofenden violentamente los sentimientos propios del igualitarismo moderno y el reconocimiento de la dignidad de la mujer. Pero desde el punto de vista del derecho, lo que cuenta es la libertad del sujeto y si este, como es el caso de muchas mujeres veladas, afirma querer llevar estos símbolos, está en su derecho.
En cambio, no puede hacerlo en el espacio público por dos razones. Primero, porque, en el caso del burka, existe claramente un problema de seguridad pública y de identificación legal del sujeto; después, porque el espacio público, en un Estado laico, está separado del espacio privado o, dicho de otro modo, en su seno, la libertad colectiva, garantizada por el Estado, prevalece sobre la libertad individual. Este es el punto clave. Es por ello que la prohibición del burka puede depender de una decisión penal prevista ya por el Código Penal, en la medida en que este saque las consecuencias represivas de las obligaciones contenidas en la Ley de Libertad Religiosa. Pero el verdadero problema es el de la ley en sí misma. Esta debe definir de manera muy clara la neutralidad general del espacio público, la separación de lo privado y lo público, de lo espiritual y lo temporal. Y, sobre todo, debe afirmar un principio de tratamiento por igual de todas las religiones. Entonces, los musulmanes, como los demás, sabrán a qué atenerse, y los políticos que, para prosperar, encienden el odio entre las comunidades confesionales deberán ellos mismos rendir cuentas.
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