Fuente: elpais.com (18/6/2010)
Los debates, como las lluvias, aparecen a veces en momentos inapropiados. Pero, una vez que se encarnan, deben abordarse con razones y argumentos para evitar que se malogren con prejuicios y tópicos. La repentina aparición del debate sobre la prohibición del velo integral (burkas y niqabs) en la agenda política de varios Ayuntamientos ha sido a mi juicio inoportuna. Lo lógico es que un debate surja para arrojar luz sobre un problema que se ha de resolver. Sin embargo, aunque el uso del burka es prácticamente inexistente en España, algunos han optado por la vía preventiva: poner la venda antes que la herida.
Pudiera ser que la causa de la repentina irrupción de este debate fuese una mera inercia plagiadora respecto a lo que está aconteciendo en Bélgica y Francia, donde existe cierta ansiedad por definir la identidad nacional. Pero no creo exagerar si afirmara que, en nuestro caso, concurre un poderoso componente electoralista.
Forzado o no, el debate ya está servido. Evadirlo sería perder una oportunidad de reflexionar sobre las esencias del Estado de derecho y lograr que las genéricas declaraciones de respeto, tolerancia y libertad que flotan en el firmamento constitucional desciendan a la tierra adquiriendo así un rostro más visible, más humano. Es menester, pues, que partidarios y detractores, no del burka sino de su prohibición, esgriman con sosiego sus argumentos, no solo para que las soluciones que se adopten estén sólidamente cimentadas, sino también para evitar que el legítimo debate sobre un asunto tan delicado sea secuestrado por aquellos más preocupados por réditos electorales que por profundizar sobre un tema con connotaciones humanas tan sensibles.
Los que han izado la bandera de la prohibición han vertido sus argumentos en torno a dos ejes: la defensa de la dignidad de la mujer y la seguridad ciudadana.
1. El respeto a la dignidad de la persona no solo constituye la infraestructura jurídica sobre la que se asientan los derechos humanos sino que, como reza la Carta Magna, es "fundamento del orden político y de la paz social". Empero, no podemos olvidar que la "dignidad de la persona" no solo es un concepto jurídico sino también un concepto social o moral más amplio y moldeable que el jurídico, que por su propia naturaleza ha de ser más estable y de mínimos.
Hay actitudes humanas que aunque puedan ser consideradas indignas desde un punto de vista social o moral son perfectamente lícitas en términos jurídicos, y por tanto, si los poderes públicos pretendieran penalizarlas vulnerarían el "libre desarrollo de la personalidad" que según la Constitución es uno de los "fundamentos del orden político y de la paz social".
La decisión de una persona de convivir con una pareja que la desprecia y humilla puede merecer la censura social, pero los poderes públicos no pueden obligarla a deponer esa actitud social o moralmente indigna. Para algunos, ejercer la prostitución o decidir abortar constituye un acto inmoral. Sin embargo, la ley no solo no castiga al que decide libremente vender su cuerpo sino que reconoce el derecho de la mujer a interrumpir voluntariamente su embarazo en las condiciones legalmente previstas.
En otras palabras, esos comportamientos pueden atentar contra la dignidad de la persona desde una perspectiva moral, pero no desde un punto de vista estrictamente jurídico. Lo que en todo caso es jurídicamente indigno, y punible, es obligar a una persona a convivir con otra en contra de su voluntad, forzarla a prostituirse u obligarla a interrumpir un embarazo, porque supondría agredir la libertad de los demás que, como recalca la Carta Magna, es uno de los "valores superiores" del ordenamiento.
Siguiendo ese mismo criterio jurídico es evidente que la persona que obligase a una mujer a llevar un velo integral debe soportar sobre sí todo el peso de la ley. Pero, aunque nos resulte pintoresco, ¿y si es la mujer la que voluntaria y libremente decide llevarlo? ¿Está conculcando con esta decisión su propia dignidad como persona? Y si acordamos que es así, ¿merece ser castigada por ello? ¿Es eso coherente con la libertad?
Es indudable que al llevar un burka o un niqab la mujer está amputando su posibilidad de relación con los demás y, por tanto, su capacidad de crecer como ser social. Nadie ignora las connotaciones denigratorias que el burka o el niqab llevan consigo. No podemos desvincular esas prendas de lugares como Afganistán o Chechenia donde, por ser obligatorio, su uso enmascara una condición de esclavitud o al menos de sumisión. Pero nuestro debate se ha de centrar en el uso del burka o del niqab por ciudadanas de España que hubiesen decidido libremente llevarlo por la calle, o aquellas que aunque habiéndolo decidido sospechemos que no son tan libres.
Ante la hipótesis de que porten esas prendas influidas por una costumbre machista, si queremos realmente ayudar a esa ciudadana a zafarse de esas inercias de sumisión, ¿no será mejor extremar la información, el diálogo y la persuasión, que son los resortes de la democracia? ¿No será mejor redoblar las políticas de género, construir vías de acercamiento y mediación que disuadirla por la vía de las sanciones, como si en vez de una víctima fuese una agresora? ¿Nos preocupa más la imagen social o la suerte de un ser humano?
2. El argumento del orden público parece a priori el más sólido para vedar el uso del velo integral. Pero entiendo que, al menos por el momento, no hacen falta nuevas normas punitivas para que una persona con el rostro cubierto deba identificarse en la vía pública cuando así lo exija la policía o cuando, también por razones de seguridad, se le solicite para entrar en establecimientos públicos.
Una sociedad que antepone la sanción a la convicción es una sociedad insegura. El poder coactivo solo se debe aplicar cuando sea absolutamente necesario. Multar o sancionar a la mujer que porta en la calle un burka o un niqab podría acarrear, además, efectos perniciosos. En primer lugar, en el supuesto que la mujer lo lleve por imposición, se estaría castigando no al verdugo sino a la víctima. En segundo lugar, la multa o sanción le generaría un miedo y una desconfianza que le induciría a replegarse en su ámbito doméstico, donde presumiblemente no respiraría un ambiente de libertad, cegando así su único puente hacia la integración que es la calle. En tercer lugar, la prohibición no asimilada podría generar un efecto dominó, de modo que en vez de acabar con la decena de casos que debe haber en España los podría multiplicar en poco tiempo.
Como la inmensa mayoría de los ciudadanos, me horroriza que las mujeres lleven burka. Pero si alguna ciudadana decidiese voluntariamente llevarlo, creo que sería más eficaz la vía de la mediación y el diálogo que la sanción y el miedo. Creo que por tratarse de un tema tan sensible, por su vinculación con la dignidad de la persona y el orden público, si se decidiese optar por la prohibición no debieran ser los Ayuntamientos sino el Parlamento. En ese caso, a los que todavía confiamos en los recursos de la libertad, a los que preferimos la persuasión a la estaca, nos queda al menos el derecho a la palabra.
Los debates, como las lluvias, aparecen a veces en momentos inapropiados. Pero, una vez que se encarnan, deben abordarse con razones y argumentos para evitar que se malogren con prejuicios y tópicos. La repentina aparición del debate sobre la prohibición del velo integral (burkas y niqabs) en la agenda política de varios Ayuntamientos ha sido a mi juicio inoportuna. Lo lógico es que un debate surja para arrojar luz sobre un problema que se ha de resolver. Sin embargo, aunque el uso del burka es prácticamente inexistente en España, algunos han optado por la vía preventiva: poner la venda antes que la herida.
Pudiera ser que la causa de la repentina irrupción de este debate fuese una mera inercia plagiadora respecto a lo que está aconteciendo en Bélgica y Francia, donde existe cierta ansiedad por definir la identidad nacional. Pero no creo exagerar si afirmara que, en nuestro caso, concurre un poderoso componente electoralista.
Forzado o no, el debate ya está servido. Evadirlo sería perder una oportunidad de reflexionar sobre las esencias del Estado de derecho y lograr que las genéricas declaraciones de respeto, tolerancia y libertad que flotan en el firmamento constitucional desciendan a la tierra adquiriendo así un rostro más visible, más humano. Es menester, pues, que partidarios y detractores, no del burka sino de su prohibición, esgriman con sosiego sus argumentos, no solo para que las soluciones que se adopten estén sólidamente cimentadas, sino también para evitar que el legítimo debate sobre un asunto tan delicado sea secuestrado por aquellos más preocupados por réditos electorales que por profundizar sobre un tema con connotaciones humanas tan sensibles.
Los que han izado la bandera de la prohibición han vertido sus argumentos en torno a dos ejes: la defensa de la dignidad de la mujer y la seguridad ciudadana.
1. El respeto a la dignidad de la persona no solo constituye la infraestructura jurídica sobre la que se asientan los derechos humanos sino que, como reza la Carta Magna, es "fundamento del orden político y de la paz social". Empero, no podemos olvidar que la "dignidad de la persona" no solo es un concepto jurídico sino también un concepto social o moral más amplio y moldeable que el jurídico, que por su propia naturaleza ha de ser más estable y de mínimos.
Hay actitudes humanas que aunque puedan ser consideradas indignas desde un punto de vista social o moral son perfectamente lícitas en términos jurídicos, y por tanto, si los poderes públicos pretendieran penalizarlas vulnerarían el "libre desarrollo de la personalidad" que según la Constitución es uno de los "fundamentos del orden político y de la paz social".
La decisión de una persona de convivir con una pareja que la desprecia y humilla puede merecer la censura social, pero los poderes públicos no pueden obligarla a deponer esa actitud social o moralmente indigna. Para algunos, ejercer la prostitución o decidir abortar constituye un acto inmoral. Sin embargo, la ley no solo no castiga al que decide libremente vender su cuerpo sino que reconoce el derecho de la mujer a interrumpir voluntariamente su embarazo en las condiciones legalmente previstas.
En otras palabras, esos comportamientos pueden atentar contra la dignidad de la persona desde una perspectiva moral, pero no desde un punto de vista estrictamente jurídico. Lo que en todo caso es jurídicamente indigno, y punible, es obligar a una persona a convivir con otra en contra de su voluntad, forzarla a prostituirse u obligarla a interrumpir un embarazo, porque supondría agredir la libertad de los demás que, como recalca la Carta Magna, es uno de los "valores superiores" del ordenamiento.
Siguiendo ese mismo criterio jurídico es evidente que la persona que obligase a una mujer a llevar un velo integral debe soportar sobre sí todo el peso de la ley. Pero, aunque nos resulte pintoresco, ¿y si es la mujer la que voluntaria y libremente decide llevarlo? ¿Está conculcando con esta decisión su propia dignidad como persona? Y si acordamos que es así, ¿merece ser castigada por ello? ¿Es eso coherente con la libertad?
Es indudable que al llevar un burka o un niqab la mujer está amputando su posibilidad de relación con los demás y, por tanto, su capacidad de crecer como ser social. Nadie ignora las connotaciones denigratorias que el burka o el niqab llevan consigo. No podemos desvincular esas prendas de lugares como Afganistán o Chechenia donde, por ser obligatorio, su uso enmascara una condición de esclavitud o al menos de sumisión. Pero nuestro debate se ha de centrar en el uso del burka o del niqab por ciudadanas de España que hubiesen decidido libremente llevarlo por la calle, o aquellas que aunque habiéndolo decidido sospechemos que no son tan libres.
Ante la hipótesis de que porten esas prendas influidas por una costumbre machista, si queremos realmente ayudar a esa ciudadana a zafarse de esas inercias de sumisión, ¿no será mejor extremar la información, el diálogo y la persuasión, que son los resortes de la democracia? ¿No será mejor redoblar las políticas de género, construir vías de acercamiento y mediación que disuadirla por la vía de las sanciones, como si en vez de una víctima fuese una agresora? ¿Nos preocupa más la imagen social o la suerte de un ser humano?
2. El argumento del orden público parece a priori el más sólido para vedar el uso del velo integral. Pero entiendo que, al menos por el momento, no hacen falta nuevas normas punitivas para que una persona con el rostro cubierto deba identificarse en la vía pública cuando así lo exija la policía o cuando, también por razones de seguridad, se le solicite para entrar en establecimientos públicos.
Una sociedad que antepone la sanción a la convicción es una sociedad insegura. El poder coactivo solo se debe aplicar cuando sea absolutamente necesario. Multar o sancionar a la mujer que porta en la calle un burka o un niqab podría acarrear, además, efectos perniciosos. En primer lugar, en el supuesto que la mujer lo lleve por imposición, se estaría castigando no al verdugo sino a la víctima. En segundo lugar, la multa o sanción le generaría un miedo y una desconfianza que le induciría a replegarse en su ámbito doméstico, donde presumiblemente no respiraría un ambiente de libertad, cegando así su único puente hacia la integración que es la calle. En tercer lugar, la prohibición no asimilada podría generar un efecto dominó, de modo que en vez de acabar con la decena de casos que debe haber en España los podría multiplicar en poco tiempo.
Como la inmensa mayoría de los ciudadanos, me horroriza que las mujeres lleven burka. Pero si alguna ciudadana decidiese voluntariamente llevarlo, creo que sería más eficaz la vía de la mediación y el diálogo que la sanción y el miedo. Creo que por tratarse de un tema tan sensible, por su vinculación con la dignidad de la persona y el orden público, si se decidiese optar por la prohibición no debieran ser los Ayuntamientos sino el Parlamento. En ese caso, a los que todavía confiamos en los recursos de la libertad, a los que preferimos la persuasión a la estaca, nos queda al menos el derecho a la palabra.
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