JOSÉ MANUEL LÓPEZ RODRIGO
Director de la Fundación Pluralismo y Convivencia
El próximo mes de julio se cumplirán 30 años de la promulgación de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa (LO 7/1980). En este tiempo, la sociedad española ha sufrido un profundo cambio en materia de creencias que ha discurrido entrelazado con el resto de dinámicas sociales. Analizarlo no es sencillo, por su complejidad y porque la religión es siempre un tema espinoso en nuestro país.
La secularización generalizada en Europa, fruto de la modernidad, va haciendo que la religión pierda peso en la sociedad. Por otro lado, el incremento de la inmigración amplía cuantitativamente un pluralismo religioso que, aunque existía previamente, no era significativo. A estos procesos hay que sumar la herencia del impuesto régimen nacional católico, que, si bien formalmente terminó con el final de la dictadura, ha dejado importantes huellas que sólo en estos momentos comienzan a desdibujarse.
Desde una perspectiva sociológica, el cambio impulsado por los dos primeros procesos es patente; la religión tiene cuantitativamente menos peso y cualitativamente otra forma. Sin embargo, desde la perspectiva ideológica, el debate parece moverse en los mismos parámetros de hace tres décadas. En este contexto, el imaginario colectivo, que se alimenta en mayor medida del factor ideológico que del sociológico, mira la nueva realidad con una perspectiva poco actualizada, lo que produce un desajuste entre la representación del hecho religioso y la realidad del mismo.
Nuestro imaginario sobre la religión está marcado por tres dialécticas.
La primera y más influyente es clerical/anticlerical. El país se ha dividido históricamente en católicos y anticatólicos en una tradición que arranca en el siglo XIX y que se amplifica en el franquismo. Pero la realidad es muy diferente. Las diversas encuestas sobre religiosidad que se han publicado en el último año permiten comprobar que aproximadamente un 28% de los ciudadanos se declaran católicos practicantes, algo más del 5% es creyente de otra religión y un 10% se declara ateo o no creyente en función de la categoría utilizada por la encuesta. Es decir, menos del 45% de la población tiene un interés explícito en la religión, ya sea en positivo o negativo. El resto se reparte entre un 45% católico no practicante y el 12% indiferente. Hay más indiferencia, pero no más animadversión; simultáneamente la sociedad creyente se ha pluralizado.
La segunda dialéctica es ciudadanía/religión. La dictadura definió la “españolidad” (identidad tipo) como un hombre, heterosexual, con formas patriarcarles, de cultura y lengua castellana, conservador y católico. No compartir uno de estos factores suponía estar fuera del espacio ciudadano y obligaba a vivir ese elemento fuera del ámbito público. Posiblemente, a excepción de la religión, el resto de los factores han evolucionado o están en proceso. Hoy se puede pertenecer a cualquiera de las culturas del país, tener cualquier ideología en el marco constitucional o vivir la propia identidad sexual sintiéndose perteneciente a esta sociedad. Y no sólo de derecho, sino que es parte del imaginario social. Sin embargo, en términos de creencia el imaginario todavía sigue sin evolucionar. No se entiende que haya españoles musulmanes y el hecho de creer en el islam sitúa a los ciudadanos, por generaciones, en la esfera de la inmigración.
La tercera es público/privado. Hasta el año 1978, la religión católica formaba parte de la estructura del Estado. Demostrar el bautismo católico era necesario para muchos trámites administrativos. La Constitución ubica la religión en el ámbito de lo privado, pero la mayoría de las prácticas religiosas se mantienen en el espacio público: procesiones, funerales de Estado, participación de autoridades eclesiásticas en actos civiles… Desaparece de las estructuras pero se mantiene por inercia en la cultura política y administrativa.
Pasemos del plano ideológico al sociológico. ¿Qué ocurre cuando un grupo de españoles protestantes (unas 500.000 personas) quiere abrir una iglesia en una de nuestras ciudades? El ayuntamiento correspondiente tiene un problema. Unos les pedirán que se conviertan en entidad cultural para así saber qué hacer; otros le aplicarán las ordenanzas de lugares de ocio para darles la licencia de apertura; otros simplemente dilatarán la respuesta. A la pregunta: “¿La parroquia católica tiene licencia de apertura?”, la respuesta es: “Siempre ha estado ahí”.
¿Qué ocurre cuando un español musulmán (aproximadamente 1.200.000 personas) quiere enterrarse en el cementerio municipal siguiendo su rito? La primera respuesta suele ser: “Que se entierre en su casa”. Para la mayoría, bien por años de residencia, bien porque ya han nacido aquí, esta es su casa.
¿Qué pasa cuando un concejal agnóstico tiene que desarrollar su labor durante una legislatura en un salón de plenos que preside una cruz, o cuando un español budista (unos 10.000) ha de recoger su despacho de oficial del ejército en mitad de una celebración católica? ¿Qué ocurre cuando una comunidad religiosa musulmana quiere solicitar un parque público para una ruptura del ayuno en Ramadán?
La anunciada reforma de la Ley de Libertad Religiosa va a abrir un debate que no debemos esquivar. Es necesario afrontarlo sin complejos y en profundidad. Sin olvidar la historia, pero desde nuestra realidad. Asegurando los derechos fundamentales (la libertad religiosa lo es) y los principios del derecho (la laicidad lo es). Hacerlo desde el paradigma de hace 30 años sería un tremendo error; hay algo más que dialécticas. Ampliemos la perspectiva para que podamos hacer la aún pendiente Transición en materia de religión y, esta vez, la hagamos mejor.
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